Con una victoria legislativa que amplió su base parlamentaria y reforzó su legitimidad, el presidente avanza sobre una economía en terapia intensiva. El ajuste y endeudamiento siguen su curso, pero el gabinete se desangra y las luchas internas ponen en duda la capacidad del oficialismo para sostener su proyecto.
El 26 de octubre pasado, Javier Milei consiguió lo que buscaba desde su llegada al poder: convertir las elecciones legislativas en un plebiscito sobre su gestión. Con un caudal cercano al 40 % de los votos, La Libertad Avanza y sus aliados consolidaron presencia en el Congreso y, sobre todo, recuperaron iniciativa política. Sin embargo, el clima social no es el mejor, con el poder adquisitivo de las masas trabajadoras por el suelo, el ajuste no parece una salida sensata.
El resultado fue leído por los mercados y por los sectores más ortodoxos como una luz verde para avanzar con el ajuste. El presidente lo interpretó como un “mandato popular” para acelerar su plan de reformas: reducción del gasto público, liberalización del mercado laboral, desregulación impositiva y recorte de subsidios. En la Casa Rosada lo llaman “la segunda ola libertaria”.
Desde el punto de vista institucional, el nuevo escenario legislativo le otorga margen para negociar con gobernadores y bloquear embates opositores, aunque todavía está lejos de una mayoría propia. El Gobierno pretende aprovechar lo que sus asesores llaman “ventana de oportunidad”: ese breve lapso en que la euforia electoral puede traducirse en decisiones drásticas antes de que regrese el desgaste político.
Pero mientras Milei festeja el respaldo en las urnas, su gabinete se convierte en un campo de batalla. En las semanas previas y posteriores a los comicios, se acumularon renuncias resonantes, como la del ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, y la del canciller Gerardo Werthein, ambas vinculadas a diferencias de poder dentro del Ejecutivo.
Detrás de esas salidas se esconde una disputa cada vez más visible entre Karina Milei y Santiago Caputo. Ella, la hermana del Presidente y figura central en el armado político libertario, busca mantener su influencia sobre las designaciones clave. Él, asesor estrella y estratega de comunicación, intenta capitalizar el triunfo electoral para fortalecer su rol de operador con los gobernadores y con el Congreso.
Esa tensión interna, según fuentes cercanas al oficialismo, se filtró a la gestión cotidiana: decisiones que se demoran, ministros que no saben a quién responder y un clima de desconfianza que contrasta con la imagen de unidad que Milei intenta proyectar. “El Gobierno ganó poder, pero perdió cohesión”, resume un dirigente del propio espacio.
En paralelo, la economía sigue atravesada por el ajuste. La inflación cede lentamente, pero la recesión se profundiza. Los salarios reales siguen en caída y los indicadores sociales en rojo. En los barrios del conurbano bonaerense, el impacto de los recortes ya se siente con crudeza, mientras los movimientos sociales vuelven a organizarse para resistir.
Milei apuesta a que los resultados macroeconómicos —un eventual superávit sostenido y un repunte de la inversión— terminen justificando el sacrificio. Pero el riesgo político está a la vista: una interna feroz y una sociedad cada vez más golpeada pueden hacer que el impulso electoral se disipe antes de consolidar los cambios estructurales prometidos.
Por ahora, el libertario mantiene el control del discurso y la iniciativa. Sin embargo, la gobernabilidad real depende de dos frentes difíciles de alinear: el Congreso y su propio gabinete. Si no logra ordenar ambos, la victoria de octubre podría ser recordada como el punto más alto de su poder… y el inicio de su desgaste.