Licenciado en Comunicación Social (Universidad Nacional de La Rioja). Conductor/productor en Radio UNLaR. Adscripto en la cátedra de Sociología de los Medios de la Carrera de Licenciatura en Comunicación Social en UNLaR. Fotógrafo de la Dirección de Medios del Gobierno de la provincia
En la antigua Grecia se utilizaba el término estigma para referirse a algunos signos corporales con los cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el status moral de quien los presentaba. Esos signos (podían ser cortes o quemaduras en el cuerpo) advertían que el portador era un esclavo, un criminal o un traidor, es decir, una persona corrupta, ritualmente deshonrada, a quien debía evitarse sobre todo en lugares públicos.
Actualmente, el estigma se sigue utilizando con una lógica parecida a la original, aunque dejó de ser exclusivamente un signo corporal y se trasladó a un acuerdo social para hacer referencia a un atributo profundamente desacreditador. El sociólogo Erving Goffman teorizó sobre el estigma en su libro homónimo analizando las prácticas: una persona que podía haber sido fácilmente aceptada en un intercambio social corriente pero que posee un rasgo que puede imponerse por la fuerza a nuestra atención, nos lleva a alejarnos de ella cuando lo encontramos. Esa persona posee un estigma, experimenta un abismo entre lo que debería ser según las pautas sociales dominantes, y lo que en realidad es. Para Goffman, los “normales”, es decir, los que no poseen o creen no poseer un estigma, consideran que la persona que sí lo tiene no es totalmente humana y en función de eso practican diversos tipos de discriminación.
La noción de normalidad viene del concepto de norma, en tanto conjunto de reglas que deben seguir las personas de una comunidad para tener una mejor convivencia. Lo que nadie dice es que son reglas pensadas para una sociedad homogénea, irreal en la práctica social cotidiana. Lo que nadie quiere reconocer es la diversidad en todas sus formas que nos marca como sociedad. Dentro de la comunidad existen diferencias abismales entre las personas, tanto económicas como sociales, culturales, políticas, grietas por doquier; y las normas que rigen y que vuelven “normales” a quienes las siguen son sólo reglas funcionales para los mismos que las imponen y reproducen. Así, quien se salga de esa norma impuesta, será castigado socialmente, será “estigmatizado”.
El aparato mediático y el poder político son los principales reproductores del discurso de la normalidad y, por lo tanto, del estigma. Así se construye el sentido común. Por ejemplo, en Argentina, el estigma de la pobreza es el más común y reproducido. Todos recordaremos, o deberíamos recordar, aquella célebre intervención de la gobernadora bonaerense afirmando sin pestañear que quien nace en la pobreza no llega a la Universidad. El tono de forzada empatía devenida en resignación, deja al descubierto la verdadera visión sobre la pobreza que tiene el gobierno: el pobre es ignorante, eso es lo normal y así debe mantenerse. Todo es parte del estigma con el que carga el pobre quien además de su condición socioeconómica, es culpable antes de demostrar su inocencia, es delincuente por naturaleza, resentido por descarte, vago por cultura e inconsciente de sus limitaciones de clase. Ni hablar si esa persona pobre además es mujer, madre soltera, lgbtiq+, mapuche, inmigrante, originaria o militante.
Estamos atravesando un contexto en el que el poder de turno, con complicidad del aparato mediático hegemónico, estigmatiza con el fin de lograr la identificación de enemigos internos, para poder consolidar su modelo de país neocolonial.
Es tan sólida esa complicidad que el discurso de la normalidad se propaga rápidamente, penetra en el imaginario social y es tan y constantemente repetido que hasta la persona que posee un estigma, ante la imperiosa necesidad de no ser descubierta y discriminada, lo oculta, lo trata de borrar y hasta se apropia del discurso estigmatizador. Así, la demonización del pobre, del delincuente, del mapuche, del preso, del negro, del inmigrante, de la mujer soltera y empoderada, de quien percibía un plan social, del jubilado con la mínima, etcétera, no sólo proviene de “los normales”, sino también de quienes aspiran a ser normales porque les dijeron que ese es el camino.
¿Es normal que la gente pobre no llegue a la Universidad Pública? ¿Es normal que la policía dispare a matar? ¿Es normal que tras un operativo ilegal de una fuerza del Estado, un pibe aparezca 77 días después ahogado y se cierre la causa como si nada? ¿Es normal que se detengan inmigrantes aleatoriamente en un operativo represivo sin prueba alguna de que hayan participado de la manifestación? ¿Es normal que haya presos en una cárcel inhabilitada y, además, mueran nueve de ellos? ¿Es normal que los vecinos de Nordelta puedan decidir que no quieren viajar más con sus empleadas domésticas porque “huelen mal y hablan mucho”? ¿Es normal que los jueces determinen que a Lucía no la mató nadie?
Cuando los estigmatizados dejen de reproducir el discurso estigmatizador, se dará vuelta el tablero y la normalidad será sólo eso que no queremos ser nunca.