Primero los gritos, después la primera piña que desencadena lo que viene después. Agolpados y en manada, con la sangre hirviendo. En los tiempos que corren, como un capítulo de Black Mirror, ver y escuchar lo que hacen y dicen las personas es muy sencillo. No hay celulares que se apaguen cuando comienza el show.
Da escalofríos la espectacularización de la muerte, del abuso, de la violencia. Es sencillamente fácil ver varios planos de un mismo acto, entre risas y gritos. Y con qué facilidad reaparece la muerte.
La virilidad masculina se sostiene de estereotipos, de prácticas de aceptación y distinción. El más macho de los machos, el más puto de los putos. Hay respuestas inadmisibles: «no», «soy puto», «no quiero pelear». Es que el terror los asecha, todavía hoy. Hoy, 2020. Hoy, cargados de odio, violentando a todo aquello que es presa fácil. Y no es difícil ser presa fácil cuando ellos son 10 y vos estás solo.
Podemos apuntar al deporte que practican, al alcohol que consumen y a la educación que reciben. Pero, ¿podemos limitarnos a eso? ¿Podemos creer que el problema es, simplemente, el consumo abusivo de alcohol? ¿O que la educación no fue lo suficiente, o fue demasiado buena? ¿Podemos decir que el rugby es un deporte de valores y que no todos son iguales?
No alcanza, no es suficiente. Señalar al alcohol es, prácticamente, lo mismo que apuntar a la pollerita cortita o a la hora que estás en la calle. Señalar el alcohol es quitarle responsabilidades a cada una de esas personas que pateó a un chico en el piso o que le propinó decenas de piñas. ¿Y para qué? ¿Qué ganaron? ¿Qué aprendieron? ¿Qué fue lo genial de todo esto?
Después de matar a Fernando Báez, se fueron a dormir a su casa como si nada. Fue una simple pelea en la que salieron victoriosos. Eran diez contra uno.
A diario me pregunto que lleva a los varones a pelearse físicamente por cualquier situación que los exceda. Y por qué, si se sienten excedidos, deciden atacar agrupados, como si fueran uno. Y trata, como en los casos de violación, de un horizonte más amplio, masculino. Es un acto de poder, en el que necesitan imponerse y dominar. Pero siempre, como toda relación de poder, hay uno más fuerte y otro más débil.
No importa el detonante. Pudo haber sido una mirada que se prolongó más de lo esperado o un empujón adrede o sin querer. En realidad no importa si empujó a alguno de ellos y los hizo reaccionar. Pero, ¿hasta dónde se puede justificar la violencia y ensañamiento?
Vuelvo a los valores del rugby, siempre presentes y resonantes cuando hay que discutir a la cultura del aguante y a un deporte tan popular y masivo como el fútbol. La UAR Rugby comunicó que lamentaban el fallecimiento de Fernando, como si se hubiera dado con naturalidad. En las redes, muchos jugadores, familiares o simpatizantes del deporte se entusiasman con la defensa y agreden, sin sorprender, a los villeros, a los negros y a todo aquello que los deja más allá. No fue un accidente, fue un crimen en manada. ¿Un asesino deja de ser un asesino por su clase social?
Los tiempos pasan rápido y los varones reproducen prácticas tan viejas como singulares. Les aterra la soledad y se resguardan entre sus pares fingiendo cosas que no son. Son desleales, pero necesitan protección.
Podemos seguir sosteniendo que hay practicas culturales y machistas que hay que erradicar de raíz. Pero, hay que animarse a plantear también una realidad punitiva y clasista. Si un grupo de pibes, con la estigmatización a cuestas por su condición sociocultural, asesinan a alguien a los golpes para robarle, piden pena de muerte. Si un grupo de pibe, de clase acomodada, asesinan porque los mancharon con un vino o los empujaron sin razón, bueno no hay que exagerar tanto.
La doble moral nos atraviesa, nos corrompe, nos hace indignos. La cultura del aguante es peligrosa, la de la violencia, parece irreversible.