«Veo que haya rejas por donde camino para poder agarrarme en caso de secuestro», dijo una amiga. Lo había dicho una vez, un tiempo atrás, camino a mi casa. En ese momento noté que nunca lo había pensado. Imaginé cómo actuaría en caso de robo o algo más al boleo, pero ese miedo de que me lleven se hizo carne recién ahora, con veintiséis años. Entonces pensé, ¿y si no llego?
En retrospectiva pienso cuántas cosas nos pesan al momento de andar y desandar nuestra vida, ¿no? Las llaves en la mano, sin música en los auriculares y siempre alerta.
El miedo de salir y no volver existe. Y existe más allá de una y, especialmente, por el resto. No es un miedo de que eso no me suceda a mi, sino a mi hermana, sobrina, amiga, conocida. El miedo de que pase y siga pasando acá o en cualquier lado.
Sin darnos cuenta, las que perdemos espacios, territorios ganados y por ganar seguimos siendo nosotras, las mujeres y cuerpos feminizados. Somos quienes se llenan de valor y caminan por la calle con un cutter en la mano para defendernos. Somos las que llevamos el gas pimienta para soltarlo en la cara de alguien y poder escapar. Y siempre huir con terror, miedo o vergüenza ante un pésimo destino.
Mientras tanto, a la vuelta de algún barrio un auto intenta levantar a una piba. En alguna callecita de Brasil o de Paris también, de hecho seguramente alguna ya está en el asiento trasero de un auto. Qué horror acostumbrarse a vivir con miedo y esperar que tu amiga te diga que ya llegó. Mientras, del otro otro lado, quienes abusan, secuestran, violan y matan impunes o protegidos. Y muchos caminando por ahí.
Podríamos mencionar sin repetir ni soplar algunas de las cosas que hacemos para sentirnos más seguras. Las estrategias para salir huyendo de situaciones dolorosas o costosas abundan. Abundan porque no queremos tener miedo y porque, ante todo, siempre hay que dar un manotazo de ahogado.
Clases de autodefensa; llevar un cutter, un cuchillo, tijera o llaves en la mano; desviar el camino o modificar los recorridos para que nadie pueda conocer tus movimientos y horarios; ubicación en tiempo real; pedir si alguien te puede acompañar, llevar, ver; caminar en contramano del tránsito para ver los autos que se acercan; no escuchar música para estar atenta; acelerar el paso en calles desiertas; pasar la patente del auto que pediste en una remisería; sacarle charla al conductor porque crees que, si le caes bien, te va a dejar en tu destino.
Podría poner cientos de ejemplos. La violencia verbal, física y sexual no nos es indiferente. Poder ponerlo en palabras es un privilegio, como también lo es tener algún recurso que sea lo suficientemente eficaz para poder llegar a casa una vez más.
Parece una película de terror, pero es la vida real. Podemos tomar todas las medidas que creamos pertinentes y localizar cada vía de escape cuando nos sentimos en peligro, ¿pero cuánto podemos tirar de un hilo demasiado tirante? ¿Y qué pasa si un día no llego?
Nos enseñan a cuidarnos, pero ¿Quiénes deberían hacerlo al final del día? En un país donde se comete un femicidio cada 29 horas, necesitamos que toda esa fortaleza y libertad mediada, se acompañe con seguridad, justicia empática y con perspectiva feminista y políticas de Estado que nos protejan y no nos desamparen. Y, por supuesto, varones que se comprometan desde el diálogo con otros para evitar que, al menos, una piba más pueda volver a casa.