Aporofobia

En Colombia hay mucho que decir y mucho por mostrar. Desde Medellín, la ciudad del expresidente Uribe, Liderman narra una historia sesgada de violencia, desprecio y discriminación.

Por Liderman Vázquez

Eran un puñado de criollos y miríadas de bastardos.

El argumento que más se repetía en las radionovelas de los años sesenta era el del matrimonio de un joven apuesto, perteneciente a una de las llamadas familias de bien, con la sirvienta de la casa. Esta, proveniente del campo, vestía ropas pasadas de moda y se expresaba en el habla sumisa de las campesinas, contraviniendo el buen uso del idioma. El joven, recién llegado de Europa, donde se había preparado para dirigir el emporio económico de la familia, estaba comprometido con la rica heredera de los García-Valdecasas, de rancio abolengo.

Desde el primer capítulo, la novia del joven galán maltrataba a la pobre sirvienta. Le decía torpe, india patirrajada, ridícula; todo en un tono de voz que la hacía odiosa ante los miles de radioescuchas, en su mayoría campesinos recién llegados a las ciudades, sacados de sus tierras por el horror de la violencia de los años cincuenta.

A medida que avanzaban los capítulos, la gente se imaginaba a los personajes. La hija de los García Valdescasas, antipática y grosera, terminaba siendo fea; y la sirvienta, a pesar de su delantal, de sus ásperos zapatos, de su habla desmañada y sus trenzas de campesina, era como un diamante sin pulir que ganaba puntos en los radioescuchas y en el corazón del joven Marco Antonio.

No resultaba extraño que el joven, seducido por la belleza silvestre de María, la sirvienta, terminara consolándola, secando sus lágrimas. Sintiendo en su pecho los pechos agitados de ella, que sufría, asediada por el maltrato de la odiosa Teresita Garcia-Valdescasas.

Los encuentros furtivos en los cálidos salones de la gran mansión, en la cocina, en la escalera y en los amplios corredores se hacían cada vez más frecuentes, hasta que los labios de Marco Antonio buscaban ávidos los labios de María y esta huía, sintiendo en los suyos el ardor de los labios secretamente deseados.

Esto ocurría un viernes, para que los radioescuchas pasaran el fin de semana emocionados, columbrando posibles desenlaces.

Al final, por encima de las convenciones y los prejuicios sociales la sirvienta se casaba con el señorito. Triunfaba el amor, vivían felices y comían perdices y la radionovela llegaba a su fin.

Pero lo único real de esta historia era el desprecio que teresita García-Valdescasas sentía por María. El resto eran puras fantasías de los libretistas.

Las muchachas del campo que venían a la ciudad en busca de trabajo traían en su haber historias amargas: abusos de padres, tíos, hermanos, padrastros y ricos hacendados que en los días aciagos de la violencia habían cortado cabezas a nombre del partido liberal o del partido conservador. En las fábricas eran asediadas por los jefes, y si no lo daban salían despedidas y debían afrontar el rigor de las calles. O entraban a servir en una casa, donde un señorito Marco Antonio, que no podía tocar a su amada Teresita ni con el pensamiento (debía llegar al matrimonio con el honor intacto, honor que en las mujeres de bien estaba a una pulgada de distancia del ano). Asaltaba el dormitorio de María, que, después de una fingida resistencia, recibía las sacudidas del fogoso muchacho, más placenteras que las del padre, el tío o el sobrino.

El peor final de estas historias reales era duro como los andenes. La muchacha salía expulsada, con un bastardo creciendo en su vientre, no muy segura de si el autor era Marco Antonio junior o Marco Antonio padre. Ahora, el único oficio posible era la prostitución.

Los bastardos nacieron a montones durante la Colonia, en los días de la gloriosa república, y después, y después… Fueron carne de cañón en las guerras de independencia, en todas las guerras del siglo XIX, en la Guerra de los Mil Días, y sus descendientes engrosaron las huestes del coronel Aureliano Buendía; fueron chulavitas y cachiporros durante la violencia de los años cincuenta;  radioescuchas y guerrilleros comunistas a partir de los sesenta; y carne de cañón en la guerra contra los comunistas, y sicarios al servicio del narcotráfico; y fueron paramilitares al servicio del estado y policías al servicio del comandante, y atracadores, y campeones mundiales de algo, y falsos positivos y soldados y campesinos…

Poblaron de barriadas las ciudades y vendieron su voto a los candidatos del Frente Nacional. Y mendigaron puestos a los caciques de los directorios; también se enfrentaron a piedra y se siguen enfrentando, y son víctimas de las EPS y de los bancos y de las balas perdidas.

Los ricos por su parte construyeron burbujas donde poder dormir, soñar y vivir tranquilos. Lejos de la bastardía, que cada día era más mala, más comunista, más champeta. El miedo, el horror y el desprecio guiaron sus relaciones con los zarrapastrosos.

Hoy son la oligarquía más sanguinaria de América Latina, y, bajo el cielo de la democracia, han llenado el territorio nacional de fosas comunes. Se jactan, y lo repiten a diario en la prensa y en los noticieros de televisión, de ser la democracia más antigua del continente.

Castigaron y castigan a los pobres con todas las formas del horror: la decapitación, el descuartizamiento, el desollamiento en la plaza pública, el empalamiento, las violaciones masivas de mujeres, las desapariciones forzadas, el ahogamiento, la amenaza, el disparo a quema ropa. Sacaron a las gentes de sus casas y, en la plaza del pueblo, como escarmiento, reventaron las cabezas de sus víctimas con almádenas; abrieron el vientre de las campesinas embarazadas y destriparon al feto, un comunista menos; en La Gabarra, Norte de Santander, improvisaron hornos crematorios con llantas de carro y quemaron personas vivas; arrancaron narices, orejas, lenguas; alimentaron cocodrilos con personas vivas acusadas de colaborar con las guerrillas; destriparon miles de cuerpos y los arrojaron a los ríos, sin vísceras para que no flotaran.

También mostraron en un canal de la T.V. Nacional al psicópata que fungía como jefe máximo de esta horda de asesinos vestido con ropas de grandes diseñadores. Y, para que doliera, recitó de memoria un poema de Mario Benedetti; se burlaron del pueblo y de su líder histórico, creando las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, asesinos implacables que descuartizan campesinos, líderes sociales y opositores al gobierno. Algún día se sabrá quién fue el cerebro detrás de todo esto.

Cada generación recibió su castigo

Mi abuelo fue un desplazado de la violencia de los años cincuenta y a mi madre le tocaron los últimos coletazos. Yo nací durante el Frente nacional, la postguerra. Un periodo en el que liberales y conservadores se turnaban para saquear las arcas del Estado y en el que la brecha entre ricos y pobres se hizo más grande. La violencia dormitaba, hacía su digestión de trecientos mil muertos. En los primeros años de mi adolescencia se escuchaban noticias de las guerrillas, remotas, como una lejana puerta que se cierra. Y en los años de mi primera juventud la violencia se desperezo, bostezo. Empezó el baile nuevamente. Siempre hay un Aureliano Buendía que se alza en armas contra el Estado y legiones que lo siguen porque, como los bastardos que siguieron al coronel, no tienen opción.

Soy un sobreviviente de la guerra del Estado contra las guerrillas, de la guerra contra el narcotráfico; sobreviví al Estatuto de Seguridad, a la violencia paramilitar, a la Seguridad Democrática; trato de sobrevivir al implacable sistema financiero.

Ahora le toca a la generación de mis hijos, que se enfrenta en las calles al ejército y a la policía. Pero lo hacen con tambores, con trompetas, con alegría, con celulares; y reciben gases, balas de fusil. Esos muchachos y muchachas que hoy están en las calles, los médicos y enfermeras que enfrentan la pandemia en los hospitales, los profesores y profesoras; los empleados y empleadas de los grandes almacenes, de las maquilas, los trabajadores informales, los soldados que disparan, los camioneros, los taxistas, etc., somos descendientes de los primeros bastardos que pelearon a cambio de nada en las guerras de independencia, en todas las guerras civiles del siglo XIX; de los que siguieron al coronel Aureliano Buendía, porque vieron en la guerra el único medio de conquistar derechos vedados a los hijos naturales.

Despreciados por un puñado de criollos enfermos de aporofobia, dispuestos a todo con tal de conservar sus privilegios, los jóvenes de hoy, como los de ayer, solo quieren una oportunidad. ¿Les parece mucho?

Aporofobia: odio a los pobres, a los que molestan.

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