El 1 de julio de 1974 el día amanecía gris, un día para nada peronista. Un invierno frío abrazó a un pueblo que recibió la trágica noticia de boca de María Estela Martínez de Perón, Isabelita.
«Con gran dolor debo transmitir al pueblo el fallecimiento de un verdadero apóstol de la paz y la no violencia», anunció a través de un comunicado. Perón tenía 78 años y su muerte fue resultado de una cardiopatía isquémica crónica que se había agravado.
Los encargados de certificar su muerte fueron los médicos Pedro Cossio; Jorge Taiana; Domingo Liotta y Pedro Eladio Vázquez.
“El señor teniente general Juan Domingo Perón ha padecido una cardiopatía isquémica crónica con insuficiencia cardíaca, episodios de disritmia cardíaca e insuficiencia renal crónica, estabilizadas con el tratamiento médico. En los recientes días sufrió agravación de las anteriores enfermedades como consecuencia de una broncopatía infecciosa», confirmaron.
“El día 1º de julio, a las 10.25, se produjo un paro cardíaco del que se logró reanimarlo, para luego repetirse el paro sin obtener éxito todos los medios de reanimación de que actualmente la medicina dispone. El teniente general Juan Domingo Perón falleció a las 13.15”, completaron.
El día que el pueblo lloró a Perón
Perón no se recuperaba. El 18 de junio su salud empeoró y no pudo volver a levantarse de la cama. Los partes médicos alertaban un inminente final, pero nadie esperaba despedirlo aquel 1 de julio de 1974.
A las 13.15, con la custodia del superministro López Rega, María Estela Martínez de Perón dio la tan temible noticia. Anunció el “fallecimiento de este verdadero apóstol de la paz y la no violencia” y el pueblo no supo que decir. El silencio era ensordecedor, pesado como juicio.
A diferencia de la misoginia que contribuyó históricamente a la historia argentina, la muerte de Perón no despertó lo que sí Evita. Con Evita, el odio se vistió de fiesta y el champagne se colocó en varias mesas para celebrar que al fin murió quien supo ser abanderada de la justicia social. Pero con Perón fue distinto.
El dolor era popular, como con Evita, pero tanto a la izquierda, como a la derecha el respetó se perpetuó. No había exhibicionismo de desprecio o satisfacción. El silencio también les pesó y las manifestaciones de tristeza y dolor creció en cada punto del país.
Las calles rápidamente se llenaron. Entre lágrimas, flores y un negro de luto, muchos preguntaban qué iba a suceder ahora, qué viene después.
En el interior del país se realizaban velatorios simbólicos, se concentraba en plazas y muchos, un montón, buscaban la forma de llegar a la Capital para abrazar y acompañar el cortejo fúnebre. Custodiado por granaderos el ataúd fue trasladado al Congreso, donde se realizó efectivamente el velatorio.
Perón representó el personalismo político, un cuadro político que construyó un paradigma, que representó nuevas consignas y reafirmó otras tantas. La muerte de Perón dejó preguntas que, un tiempo después, devino en horror.
Las preguntas también se daban en torno a Isabel, que no era Evita. No representaba para el pueblo un símbolo por el cuál poner el pecho, luchar y alzar banderas. Isabel no tenía nada de Perón. Y la democracia entraba en peligro una vez más.
Y como llamó Felipe Pigna en Lo pasado pensado, la muerte de Perón fue «antesala del infierno tan temido».