La poeta lesbiana y feminista Macky Corbalán nació en 1963 en la provincia de Neuquén. A sus 51 años, un 14 de septiembre de 2014, nos abandonó tras una larga enfermedad pero sigue presente en la cultura queer con sus obras poéticas sumamente representativas. No solo porque nos invita a recorrer la Patagonia desde el punto de vista geográfico, sino porque su preocupación más grande fue el lenguaje y la representatividad del mismo.
Nada de autobiografías abrumadoras, ni de poemas eternos, su poesía formaba parte de la cotidianidad de todos los que la leían.
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Macky Corbalán, autodefinida como poeta, lesbiana y feminista, trabajó muchos años como periodista y como licenciada en servicio social. Publicó La pasajera de arena, 1992; Inferno, 1999 (ambos en Ediciones Tierra Firme); Como mil flores, Hipólita, 2007; El acuerdo, La Mondonga Dark, 2012 y Anima(i)s, la cebolla de vidrio, 2013. Estos cinco libros se reunieron en un volumen póstumo, Poesía (1992-2013) publicado en 2015. Y luego se editó Conversaciones en la noche del amor, en 2017.
“Somos la vieja guardia tortillera” de Macky Corbalán y Val Flores
“Somos la vieja guardia tortillera. Seremos viejas pero no domesticadas, no tenemos el pensamiento amansado ni nos arrebataron las palabras. Tortilleras es un nombre que no define nuestras vidas, sino que nos ubica políticamente. No describe con quién cogemos, nos posiciona en la escena pública para denunciar que nuestros cuerpos son un campo de batalla de las normas, las instituciones y las fuerzas represivas del estado, las iglesias, los medios y el mercado, que pretenden controlar nuestros deseos y nos dicen cómo debemos usar nuestros cuerpos para su beneficio”.
“Tenemos la ira encendida, si, somos pendencieras, tenemos la lengua afilada y la boca mordaz, la misma con la que besamos cuanta boca nos gusta, la misma con la que decimos no al silencio y a la lesbofobia. Porque a las lesbianas que levantan la voz y ponen el cuerpo públicamente se les teme, y ese miedo es nuestro poder”.
“Esa mujer” de Macky Corbalán
“Quisiera ver la nueva casa, llenarse de colores y que ella, la que jamás supo de soledad de gente, se sintiera acompañada. Ahora sabe de esa soledad, pero no de aquella que supo pegársele de niña: con sombra, con juegos, con amargos vientos en las piernas, se creía acompañada, pero era nada más la rojiza caricia del sol en la siesta de la chacra. Da pena el solo pensarlo. Ahora anda por esos cuartos nuevos y pone cosas aquí y allá, como si esas cosas no fueran ella. Como si fuéramos algo más allá de los objetos: ese sillón arañado de gatos, las ropas colgando desoladas en el aire del patio, el balde de plástico abandono. Se le llena la cabeza de las voces del miedo, por eso apela a los juegos con animales que le saltan y ensucian, ríe fuerte, alto, piensa en comidas que hará, en llamar a la radio por quejas de todos, hace y rehace la cama que ocupa sola”.
“Mientras pela redondas papas sucias de tierra, piensa en cómo, de pronto, todo se volvió cercano, accesible, incluso la finitud. Más tarde, come a solas lo que a solas concibió. ¿Será así? ¿desde ahora todo hacia abajo si abajo es resignación y vacío y muerte?. Las luces de patios vecinos se han apagado, ahora ellos, esposos, amantes, niños, duermen acunados, vigilados por el insomnio intermitente de quien teme. Toda quien es madre espera no estar sola un día, esto no desmiente las noches en vela, la vida entregada, el aturullamiento de los sueños. Ahora, las plantas son hijos”.