17 de Octubre: el día en que el pueblo cruzó los puentes

Era miércoles y hacía calor. No un calor cualquiera: era ese que se pega a la piel, que huele a fábrica, a grasa, a esfuerzo. El 17 de octubre de 1945 Buenos Aires amaneció distinta, aunque nadie pudiera explicarlo todavía. Algo iba a pasar. Algo que no estaba en los diarios ni en los discursos, sino en el rumor que bajaba por los talleres, las usinas, los astilleros, las curtiembres y las metalúrgicas del sur.

Pero antes de esa jornada, hubo días de tensión, de maniobras políticas y de traiciones.

El contexto: la revolución que se quebraba

En 1943, un grupo de militares nacionalistas había puesto fin al gobierno conservador de Castillo, dando fin a una década de fraude y corrupción, «la década infame». La llamada Revolución del ’43 prometía regenerar la vida pública argentina, pero pronto se dividió entre los sectores nacionalistas populares y los liberales pro-oligárquicos.

Entre los oficiales surgió una figura inesperada: el coronel Juan Domingo Perón, que desde la Secretaría de Trabajo y Previsión comenzó a promover una serie de reformas inéditas: aumentos salariales, convenios colectivos, aguinaldo, tribunales laborales y vacaciones pagas. Por primera vez, los trabajadores no eran tratados como piezas descartables del engranaje económico, sino como sujetos con derechos.

Los empresarios y los viejos políticos lo vieron como una amenaza. Los sindicatos, en cambio, encontraron en él un interlocutor que los escuchaba. El vínculo fue inmediato, casi natural: Perón entendía el lenguaje del trabajo, y los obreros entendían que detrás de ese militar había un proyecto de dignidad.

La detención: el intento de borrar al pueblo

A medida que su figura crecía, también crecía el temor de los sectores más poderosos. En octubre de 1945, la presión de la embajada norteamericana, de la Sociedad Rural y de los mandos liberales del Ejército logró su objetivo: el 12 de octubre, Perón fue obligado a renunciar a todos sus cargos y, días después, detenido y trasladado a la isla Martín García.

El gobierno militar creyó que, quitándolo del medio, desactivaría la movilización obrera. No entendieron que lo que habían creado no era un funcionario, sino un líder. Los sindicatos —la CGT en primer lugar— no tardaron en reaccionar. El Comité Intersindical se reunió de urgencia y, pese a las amenazas, convocó a un paro nacional para el 18 de octubre. Pero los trabajadores no esperaron tanto. El 17 salieron igual.

Los que cruzaron el Riachuelo

Desde Avellaneda, Lanús, Berisso, Ensenada, Quilmes y La Boca, miles de obreros comenzaron a caminar hacia la Capital. No había transporte: el gobierno militar había ordenado cortar los trenes, cerrar los tranvías y levantar los puentes. Querían aislar a la ciudad, pero no entendieron que el pueblo ya había decidido abrirse paso.

A media mañana, el sol rajaba el asfalto de la Avenida Mitre. Hombres de mameluco, mujeres con pañuelos, jóvenes que venían de los talleres del Swift o del Frigorífico Anglo caminaban con los pies hinchados, pero con la cabeza en alto. Algunos llevaban botellas de agua, otros pedazos de pan envueltos en diario. Nadie sabía si podrían llegar, pero todos sabían por qué iban.

Cruzaron el Riachuelo por donde pudieron. Algunos por el Puente Pueyrredón, otros por los tablones de los astilleros o por los viejos pontones del Dock Sud. Los que no pudieron, se metieron al agua. En las orillas, los vecinos les alcanzaban toallas, mates, pan casero. “Vayan, compañeros, vayan a buscarlo”, les gritaban.

La policía intentó frenarlos. Pero la multitud era un río. Y cuando un río se desborda, no hay orden ni decreto que lo contenga.

La Plaza de las piernas cansadas

A la tarde, ya eran decenas de miles. La Plaza de Mayo no tenía espacio. Las columnas llegaban desde todos los puntos cardinales: de Avellaneda, de San Martín, de Lanús, de los talleres del Ferrocarril, de los obreros del puerto, de los metalúrgicos y los textileros.

El olor era mezcla de transpiración, querosén y esperanza. Algunos se refrescaban en la fuente, otros se tiraban en el pasto, agotados. Había risas, cantos, lágrimas. Nadie hablaba de política, pero todos hablaban de lo mismo: “Queremos a Perón”.

Y cuando, al caer la noche, el coronel apareció en el balcón de la Casa Rosada, ya no fue un hombre hablando: fue un pueblo entero encontrando su voz en la del líder que no los abandonaría.

El nacimiento de un vínculo

Ese día no fue una marcha. Fue un alumbramiento. Nació una alianza que cambió la historia argentina: la de los trabajadores con su conductor, la de un movimiento popular que encontró su raíz en la justicia social.

El 17 de octubre marcó el comienzo de algo que sigue latiendo ochenta años después. Porque ese día los obreros no fueron solo una columna que caminó desde el sur: fueron el corazón del país poniéndose en movimiento.

Desde entonces, cada vez que el peronismo vuelve a decir “los descamisados”, no habla del pasado: habla de esa comunión entre el pueblo y su causa. De la lealtad que no se enseña en los libros, sino que se siente en el cuerpo, como el cansancio de aquellos que cruzaron los puentes cerrados para abrir la historia.

El eco que no se apaga

Esa jornada quedó grabada para siempre en la memoria colectiva. No por los discursos, sino por los pies. Los pies descalzos, las botas gastadas, los zapatos llenos de barro del Riachuelo. Fue el día en que los trabajadores dejaron de ser invisibles y tomaron el centro de la escena.

Desde Avellaneda hasta Plaza de Mayo, aquel 17 de octubre se caminó una distancia que todavía seguimos recorriendo. La distancia entre la injusticia y la dignidad. Entre el silencio y la palabra. Entre el país de unos pocos y el país de todos.

Por eso, cada año, cuando la historia vuelve a latir, el peronismo no celebra una fecha: celebra su origen, su verdad más honda, su pacto de amor con el pueblo trabajador.

Cristina, la heredera del vínculo

Y hoy, otra vez, la historia vuelve a repetirse. Cristina Fernández de Kirchner —detenida injustamente por quienes temen su voz y lo que representa— recibe el clamor del pueblo que la reconoce como propia. Desde todos los rincones del país, las caravanas populares marcharán hacia San José 1111, como hace ochenta años los obreros marcharon desde Avellaneda a Plaza de Mayo. Porque el pueblo argentino, cuando siente que la injusticia vuelve a imponerse, recuerda su camino: el de los puentes cerrados, las piernas cansadas y la esperanza invicta. El camino del 17 de octubre, que no termina nunca.

 

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