Es Tuyo, del Barrio, de Todes

Gozar sin miedos

Hemos besado, hemos sentido, hemos tocado, hemos sufrido, hemos probado. Y queda tanto por besar, sentir, tocar, sufrir y probar. Sustituimos el espanto, lo corrimos del centro. Sale el mito, entra la plenitud.

 Todavía hay mujeres sonrojándose frente a la masturbación. A la naturaleza humana de sentir placer, de gozar por fuera de la penetración, de la propia heterosexualidad. Hay hombres que desconocen la anatomía femenina y las zonas erógenas que nos atraviesan orgásmicamente los deseos. Hay mujeres que se niegan al autoconocimiento por miedo, tabú o norma moral. Pero al final, ¿qué más sano que conocer nuestro propio cuerpo?

Creímos arduamente que el sexo era consecuente al encuentro entre el hombre y  la mujer. Creímos -y comprobamos que no es cierto- que sin un pene no hay estímulo, no hay deseo. Reproducimos la idea de que nuestro placer estaba atravesado por el placer del hombre heterosexual con el que compartimos nuestra cama, o algún hotel transitorio que vimos pasar. Nos asumimos con suerte cuando lográbamos sentir el orgasmo, ese eclipse de energía que se concentra en nuestra pelvis y explota por segundos en nuestro cuerpo. Nos asumimos desdichadas cuando no encontrábamos más que aburrimiento y cansancio frente a un sexo desganado que acabaría cuando él, el otro, eyaculara.

Nos dijeron frígidas, mal cogidas, que nos faltaba un buen pene para cambiar el humor, para ser mejores personas, para que todo lo relativo a nuestro ánimo vertiera a través de dos empujes ínfimos, insoportables. Nos hicieron creer que el sexo era eso, que si no disfrutábamos de nuestra sexualidad era porque no hacíamos lo suficiente o no teníamos el interés que ellos merecen. De repente, que ‘el otro te coja mal’ era un insulto hacia nosotras. De repente, el mensaje que nos dirigen a nosotras, como objeto de placer de otro, está destinado a ese hombre que carece de una virilidad propia del que hace gozar a su «hembra». Lo creímos y, por supuesto, lo reproducimos.

Pero a esta altura, en la que ganamos territorio en las casas y en las calles, ¿vamos seguir negando nuestra libertad sexual? A esta altura, ¿vamos a seguir sosteniendo que el sexo es sexo solo porque hay un pene en el medio? ¿Seguiremos discutiendo la diversidad de manifestaciones sexo-afectivas? ¿Podremos disfrutar sin miedo del tacto, la caricia, el roce y los labios? ¿Dejaremos de vivir y morir en la heteronorma que tiene como único fin el disfrute del hombre y la reproducción?

“Una sexualidad aplicada a la reproducción reduce las relaciones sexuales a la penetración del pene del varón en la vagina de la mujer. Cualquier otra práctica será viciosa y pecadora. El fin de la etapa reproductiva en las mujeres elimina automáticamente su sexualidad”

Diana Maffia

La estructura patriarcal contempla límites y reglas morales que nos atraviesan las formas de sentir, desear y amar. Las palabras definen los espacios que nos pertenecen, los recursos con los que contamos y la forma en la que los capitalizamos. Los tipos de relaciones que tuvimos o tenemos, consolidan estas ideas conservadoras y limitantes. Definimos nuestro rol en la pareja a partir de cómo nos expresamos en cada circulo que compartimos, en los riesgos de asumirnos valientes, sujetos deseantes, que quieren amar, vivir y gozar.

Empoderarnos frente al sinfín de formas que nos explicitan la televisión, las amistades, la familia y la pornografía. Despojarnos de esa timidez que a lo largo de la vida nos mantuvo al margen. Desterrar el silencio, para que las palabras expresen lo que queremos, lo que nos gustaría sentir y que aún no sentimos. Descifrar lo que nos aterra, desordenarnos, soltar cadenas, animarnos. Atrevernos a la masturbación, la expresión corporal, al deseo. A conservar cada sensación, intensificarla y creer que al final no importan los medios si la conclusión es disfrute. Desapego, derrota del patriarcado, victoria de la libertad sexual.

¿Cuántas veces te temblaron las piernas y te callaste frente a un él recostado, cansado y con una sonrisa repugnante de goce frente a tu cuerpo inerte, desesperante y con una desdicha que se contrapone a esa cara que ya no querés mirar? ¿Cuántas veces te culpaste porque no sentiste absolutamente nada?

Si el feminismo nos corrompe, debemos agradecerlo. Si el feminismo nos empuja a la honestidad, también. Despojarse de los prejuicios, de la complejidad que requiere ser siempre dos, un uno a uno que casi nunca termina en empate. Y acá es cuando rebatimos un concepto utilizado para referirse a una mujer libre, puta. El ‘puta’ nos ha marcado en diferentes espacios, por un beso o por sexo, por la ropa o por el baile. El puritarismo moralizador que nos quiere sumisas y devotas nos quiso castigar por encontrarnos como sujetos deseantes, por sentir que el placer también nos correspondía. Hemos besado, hemos sentido, hemos tocado, hemos sufrido, hemos probado. Y queda tanto por besar, sentir, tocar, sufrir y probar. Sustituimos el espanto, lo corrimos del centro. Sale el mito, entra la plenitud.

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