La reforma laboral de Milei: un retroceso anunciado
El proyecto que el Gobierno envió al Congreso promete modernización y competitividad, pero detrás de ese eufemismo se esconde una avanzada directa sobre derechos conquistados por los trabajadores argentinos.
La reforma laboral que Javier Milei acaba de mandar al Congreso llega envuelta en un lenguaje tecnocrático que promete eficiencia, flexibilidad y adaptación al siglo XXI. Pero, más allá de la retórica oficial, el texto propone desarmar pilares esenciales de la protección laboral en Argentina. Y no lo hace de manera disimulada: busca reducir indemnizaciones, flexibilizar jornadas, habilitar negociaciones por empresa que debilitan a los sindicatos y abrir la puerta a un modelo laboral que ya fracasó en otros países de la región.
El Gobierno repite la idea de que ‘el mercado se encargará de generar empleo’. Sin embargo, la historia argentina muestra lo contrario: cada vez que se retiró el Estado como garante de derechos, la desigualdad creció y los trabajadores quedaron expuestos a condiciones más precarias. La figura del banco de horas, presentada como una herramienta de libertad para pactar, puede transformarse en un mecanismo para diluir el pago de horas extra y para imponer jornadas irregulares difíciles de conciliar con la vida cotidiana.
La reducción en el cálculo de las indemnizaciones es otro punto crítico. El empleado despedido ya no cobraría sobre conceptos históricos como el aguinaldo o las vacaciones. El Gobierno lo vende como un ‘alivio’ para las empresas, pero en la práctica implica dejar al trabajador en una situación mucho más vulnerable frente a la pérdida de empleo. Y en un país donde la inestabilidad económica es recurrente, el mensaje es claro: el riesgo ya no se reparte, lo absorbe siempre el más débil.
Hay también un ataque indirecto a la negociación colectiva. Promover acuerdos por empresa implica, en los hechos, desarmar la fuerza de los convenios sectoriales que durante décadas equilibraron la relación entre capital y trabajo. En un país donde existen miles de pymes con poca representación gremial, la negociación atomizada sólo favorece al empleador.
El discurso oficial insiste en que esta reforma es necesaria para ‘modernizar’ el país. Pero la modernidad no puede ser excusa para erosionar derechos que costaron décadas de lucha. Nada hay de moderno en retroceder a un esquema donde el trabajador vale menos y el empleador decide más. Se trata, simplemente, de una reforma regresiva que, de aprobarse, marcará uno de los retrocesos laborales más profundos desde la dictadura.
La discusión recién empieza en el Congreso, pero la sociedad no puede mirarla desde afuera. En cada artículo de esta reforma se juega qué tipo de país queremos construir: uno donde el trabajo sea un derecho o una mercancía más. Esa es la verdadera discusión que intentan tapar con tecnicismos y promesas vacías.
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