Vengo escuchando a diario sobre las mujeres que son “bravas”. Lo primero que imagino con esa palabra es una persona muy enojada, difícil de tratar, malhumorada, y a quien hay que temerle porque te puede atacar. Pero quienes suelen ser calificadas de bravas, por lo que siempre veo, son las mujeres que defienden sus derechos y no se dejan dominar. En una cena hace poco me lo volvieron a decir: “ustedes son muy bravas, ya no se puede decir nada”. Será que antes podían decir cualquier barbaridad machista sin que nadie lo cuestione, tal vez. Ahora que lo cuestionamos somos unas malhumoradas enojadas con la vida, discutidoras de todo. Por algún motivo no se habla de esas mujeres como valientes, pensadoras, reflexivas, independientes… Son bravas. Pareciera que hay ahí un esfuerzo del inconsciente por identificar a las mujeres que se rebelan contra el patriarcado con adjetivos negativos.
El perfil de la mujer callada, que siempre sonríe, que no opina demasiado, que no sube la voz cuando se expresa, que no se queja, siempre fue el preferido por la sociedad machista. Y más que el preferido, el impuesto. Sin tener que remontarse a épocas en las que las mujeres directamente eran quemadas en una hoguera por decir cosas, podemos ir apenas un par de décadas atrás y encontrar infinidad de libros y manuales enteros sobre cómo debía comportarse una buena mujer. Y si creíamos que eso era cosa de generaciones pasadas, el gran diario argentino Clarín, por ejemplo, se sigue encargando de recordarnos a las mujeres cómo tenemos que ser en una horrorosa columna de opinión publicada hace pocos días con el título “El manual de la mina reclamera”. Por si nos estábamos olvidando.
Esto de la estigmatización de la mujer como quejosa, malhumorada, que siempre hace planteos, es un micromachismo al que se le presta poca atención y está muy arraigado en la sociedad, y muy internalizado en muchas mujeres. Siempre subyace lo mismo: no te quejes, no reclames, no plantees, bancate todo callada, sufrí en silencio, dibujate una sonrisa, sé copada, no molestes a los hombres, ellos son muy importantes para que los andes molestando. Aun cuando creemos que empezamos a superar la idea de la sumisión de la mujer porque tenemos trabajos fuera de nuestras casas, porque de vez en cuando ellos lavan los platos o porque ya entendieron que está mal pegarnos, el silencio se nos sigue imponiendo. Si querés ser una novia copada no andes haciendo planteos. Si hay cosas que te molestan, guardátelas y poné tu mejor cara. Si estás discutiendo con gente, no grites, la voz de las mujeres es irritante. Evidentemente una mujer enojada, quejándose, hablando fuerte, gritando, discutiendo en todos los ámbitos, diciendo que hay cosas que están mal, sigue molestando.
Se nos tilda entonces de bravas y también de estar muy enojadas, demasiado enojadas, y de que “así no van a convencer a los hombres”. Perdón. Les pedimos mil disculpas. Somos personas, igual que los hombres, ¿se acuerdan? Y a veces nos enojamos. Creo que tenemos razones suficientes. Y de todas formas, es muy triste que a los hombres haya que “convencerlos” como nos dicen. Pareciera que un poco más tenemos que pedir permiso, pedir disculpas por las molestias, y a ver si encima con todo lo que estamos molestando nos hacen el favor de prestarnos atención y escuchar lo que nos pasa. Y encima la culpa de que no entiendan al feminismo es nuestra, porque estamos enojadas y así no nos van a escuchar. Qué loco, siempre ese afán de poner a la mujer como la culpable de la mierda machista. Los machistas nos ningunean, nos descalifican, nos humillan, nos golpean, nos violan, nos matan, y en lugar de ellos tener que recapacitar y ver en qué le están pifiando, se nos exige a nosotras que cuidemos las formas, que los tratemos bien, que no hablemos enojadas, como condición para que nos escuchen.
Una historia entera de mujeres calladas, prendidas fuego, acusadas de brujas, aleccionadas para servir a los hombres, violadas, humilladas, asesinadas de las maneras más aberrantes, silenciadas en todas las formas posibles. Y hoy, cuando apenas levantamos un poco la voz en una cena familiar, en la oficina, en la calle, para explicar que tenemos derechos, somos bravas.
Más vale que nos vayamos acostumbrando todes. Las mujeres hablamos, las mujeres gritamos. Hacemos planteos, nos enojamos, nos quejamos, nos ponemos de mal humor, porque vivimos. No atamos al servicio del machismo nuestras opiniones, nuestros deseos, ni nuestros estados de ánimo. Y el que quiera entender que entienda. El que no quiera entender, su razón tendrá.
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