En la tarde del 29 de diciembre del 2017, tomó conocimiento público el caso del agente penitenciario de Santa Fe, Facundo Solís, que haciendo uso de su arma reglamentaria 9 milímetros, cometió un quíntuple femicidio (de su ex esposa, su ex suegra, su ex cuñada, su ex hijastra, y el femicidio vinculado de la pareja de esta última).
Este suceso, al ser perpetrado por un miembro de las fuerzas de seguridad del Estado, está muy lejos de constituirse como un caso aislado y específico, sino que emerge por diversos problemas estructurales que son transversales a las fuerzas: desde 1992, el 61% de las mujeres víctimas fatales de violencia institucional son también víctimas de femicidio.
El alarmante dato surge de la recopilación que anualmente actualiza la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), que denuncia un total de 541 muertes documentadas de mujeres y mujeres trans en los últimos 25 años en manos de oficiales de las fuerzas represivas estatales.
“El femicidio es la primera causa de muerte de mujeres y disidencias sexuales a manos del aparato represivo estatal” sostiene el informe, muy por encima de otras formas de muerte relacionadas con la violencia institucional, (gatillo fácil 17%, muertes en cárceles 12%, desaparición forzada 5%, en protesta o movilización 2%, otras 3%). Además, uno de cada cinco del total de femicidios es cometidos por oficiales de fuerzas de seguridad del Estado.
A estas cifras lamentables se suman un total de 69 femicidios relacionados, en los cuales además o en lugar de la mujer son asesinados familiares, nuevas parejas, amigas o amigos, o cualquier persona que salga en defensa de la víctima original. En este aspecto, un tercio de estas víctimas son niñas y niños.
La periodista Mariana Carbajal, en una de sus columnas en Página 12 a mediados de 2016 ya daba cuenta de 222 efectivos de fuerzas nacionales que debían dejar a sus superiores su arma reglamentaria al concluir su horario de servicio, por haber sido denunciados por violencia de género, pero también señala que no existe en la mayoría de las provincias una reglamentación que restrinja el uso del arma reglamentaria durante el tiempo que el oficial no preste servicio.
Se deberán lamentar más de estos acontecimientos mientras no exista una decisión articulada de los responsables políticos y de las cúpulas de las fuerzas de seguridad del Estado de abordar dos problemáticas que confluyen potenciando los hechos de violencia machista: las políticas sobre la portación de armas reglamentarias, y las prácticas de los oficiales que fuera de su horario de servicio hacen uso de las herramientas, las técnicas y las propias armas que su profesión le habilitan para forzar situaciones de índole privada o que no tienen que ver con la función que realizan en la fuerza. Esto tiene como resultado los casos fatales de violencia de género como su principal derivación.
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