Las luces que se apagan: encontraron el cuerpo de Sheila Ayala
Las excusas no alcanzan. La nena apareció muerta en un terreno lindero a la casa de su padre. Sus tíos confesaron el crimen.
A los diez años estás en primaria y te juntás a jugar con tus amigos y amigas. A los diez empezás a explorar lo que el mundo, más o menos lindo, tiene para darte. Muchas veces al final del túnel sólo hay oscuridad, pero hay luces que brillan aunque no lo podamos notar.
En realidad poco importa las razones por las que asesinaron a Sheila. Poco importan porque ella está muerta. En realidad, asesinada. Ella no desistió de la vida, de los juegos, del colegio y las amistades. Ella no agotó sus deseos de andar y desandar caminos de cemento o barro.
En un instante, violento, todo esto se apagó. Todo esto apagaron. La niñez, los sueños y deseos. Poco importa por qué fue, cuando la única certeza es que fue violento y abusivo.
A Sheila la metieron en una bolsa de basura. La tiraron a un costado, entre escombros. Como si fuera un cacho de carne en mal estado, papeles sucios y latas tiradas. Por un momento, la humanidad se disoció del cuerpo de una niña pequeña, frágil y vulnerable.
En un terreno contiguo a la casa de su padre, en el barrio de Trujuy, la encontraron. La encontraron en el mismo lugar que, desde el domingo, estuvieron rastrillando. En una bolsa, en un espacio angosto entre dos paredes, al lado de la casa de sus tíos en la localidad de San Miguel.
Luego de la aparición del cuerpo trascendieron los culpables: Leonela, su tía paterna, junto a su pareja Fabián Gonzalez. Ambos negaron recordar cómo llegaron a la situación del crimen y admitieron que habían consumido drogas y alcohol al momento del hecho.
Como algo que se consume y se desecha cuando ya no sirve. Como material descartable, que pierde valor después de usarse.
Nos acostumbramos a encontrar mujeres, niñas y adolescentes muertas, entre excremento y agua estancada. No se trata de destino, se trata de injusticia.
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