Reformar la constitución es la parte fácil
La conjunción de intereses empresariales en torno a la educación, salud, pensiones y demás servicios fueron una de las patas para el arraigo de una constitución sancionada por el pinochetismo y viva desde entonces. Desafíos y obstáculos que deberá atravesar la sociedad chilena. Por Nicolás Cancellieri.
En 2019, un comité de expertos en transporte decidió que debían establecer un aumento de $30 a la tarifa de transporte público, dejándola en un máximo de $830. Miles de manifestantes salieron a la calle reclamando que el gobierno dé marcha atrás con la medida. Sin embargo, a pesar de que finalmente Piñera accedió, las protestas no cesaron. Mientras, comenzaban a demandar reformas sobre el sistema de pensiones, salud y educación. Como siguiendo el efecto mariposa, un aumento de tarifas desencadenó toda una revolución política.
El modelo que había empujado el milagro económico chileno comenzaba a desmoronarse, luego de décadas de aparente éxito. Tanto para sus partidarios como para sus detractores, el mismo lo debía todo a la constitución sancionada por el gobierno de facto de Pinochet en 1980.
Con los resultados del referéndum se abren nuevos horizontes para Chile, pero no es más el primer paso de un largo camino. Este fue solo el primero de tres referéndums que terminarán con la reforma constitucional. El próximo paso será elegir un congreso constituyente, con 155 representantes, para que, luego, una última votación ratifique las modificaciones establecidas por el órgano.
La constitución de Pinochet está empantanada en críticas, muchas apuntan a su evidente ilegitimidad, ya que fue sancionada durante una dictadura. Hoy, sin embargo, nos enfocaremos en algunas de sus consecuencias para la sociedad chilena. Sobre todo, cómo generó dinámicas que serán difíciles de romper, incluso aunque los impedimentos legales hayan sido disueltos.
La constitución de Pinochet
En 1980 el gobierno militar de Chile promulgó esta nueva carta magna. No solo estaba a tono con la épica neoliberal imperante por entonces, sino que además buscaba evitar por todos los medios que quedase algún rastro de las políticas socialistas de Allende. Se reformuló radicalmente el rol del Estado para con la economía y la sociedad, reduciéndolo a una función subsidiario. Es decir, que sus funciones quedaban limitadas a la provisión de seguridad interior, defensa y justicia. Mientras, delegaba el resto, como salud y educación, para los municipios, a la vez que fomentaba la incorporación de actores privados al juego.
Campeones en las lides del neoliberalismo, como los “Chicago Boys”, no estuvieron ausentes. Entre ellos, Rolf Luders, quien ostentó el cargo de Ministro de Hacienda.
Las modificaciones implantadas por el régimen no se mantuvieron intactas, vale aclarar. En 1989 se realizó el primer cambio. Se abolió el pluralismo limitado, por el que partidos de filiación marxista estaban prohibidos. Luego, en 2005, el presidente Lagos terminó con los senadores designados. Estos eran los reservados para organismos como las Fuerzas Armadas y la Corte Suprema.
Sin embargo, las correcciones al Estado mínimo planteado no fueron tan destacadas. En aquel entonces parecía no haber necesidad, la economía se mantenía en constante crecimiento; el PBI per cápita se alzaba muy por arriba del de sus vecinos (en 2019 era de U$D 14.896, frente a U$D10.006 de argentina y U$D8.717 de Brasil); la pobreza descendió del 29.1% en 2006 al 8.6% en 2017, según datos del Ministerio de Desarrollo Social y Familia de Chile.
Con semejante panorama, parece imposible entender como un sistema, que era citado como un ejemplo a seguir, se desmoronara tan precipitadamente.
Lo cierto es que las causas de esta crisis se venían incubando desde hacía tiempo. La politóloga Rossana Castiglioni destaca cuatro factores: “la expansión de sectores de ingresos medios precarizados; una brecha creciente entre expectativas y logros; un marcado proceso de politización de las desigualdades y, finalmente, una arquitectura constitucional rígida e incapaz de procesar institucionalmente las demandas ciudadanas”.
El sideral crecimiento macroeconómico, que no deja de ser impresionante, tapó las raíces de la desigualdad subyacente, que contribuyó a edificar. Si bien la calidad de vida mejoró comparativamente, esto no significa que exista una clara posibilidad de ascenso social. Para la gran masa de clase media precarizada, que no accede a beneficios del gobierno, focalizados en los ciudadanos menos favorecidos, pero tampoco a los beneficios del crecimiento económico, la frustración se fue acumulando. El efecto derrame, que podría esperarse desde una óptica liberal, no ocurrió, con lo que muchos ciudadanos disconformes comenzaron a cuestionarse si realmente este sistema es el que les convenía.
Según el Instituto Nacional de Estadísticas de Chile, solo el 20% de la población de más pudiente tiene capacidad de ahorro. El 60% de menos poder adquisitivo, gasta más de lo que gana. Según el mismo estudio, para el 80% de menos ingreso los gastos en educación superior ronda entre el 12.3% y 15.4% del total, mientras que para el 20% más rico representa el 9.6%.
Consecuencias de un modelo subsidiario
Las modificaciones a implantar en la nueva constitución pueden llegar a ser un gran avance, pero existen dinámicas han calado muy hondo y serán difíciles de revertir. Para entenderlo mejor, haremos foco en las consecuencias que este modelo ha tenido en el sistema educativo y su correlato en la estructura social.
Como ya dijimos, la constitución de 1980 establece el principio de subsidiaridad, por el cual ninguna sociedad superior (entiéndase el Estado nacional) puede arrogarse un campo cuyo fin pueda ser satisfecho por una entidad inferior. Con estos términos, se definió que la educación, como cualquier servicio público, debía pasar de los Ministerios a los municipios, desfinanciándolas, degradando su calidad y abriendo paso hacia la privatización.
En paralelo, se puso en marcha un mecanismo de subsidios, sustentado en el nivel de asistencia del alumnado. Esta alternativa no fue una prerrogativa de los establecimientos públicos, ya que se les dio la posibilidad a muchos privados de acceder a los mismos beneficios. Lo que llevó a que seleccionaran a sus alumnos entre quienes consideraran que podían tener un mejor rendimiento y facilitar, así, la llegada de subsidios. Por otro lado, se encuentran los privados de élite, quienes no aprovechan estos incentivos, pero cobran tarifas exclusivas.
Como consecuencia de estas políticas, en 20 años las entidades públicas pasaron de constituir el 64% del total a ser solo el 48%. Mientras que las privadas treparon del 34% al 52%.
Así se configuró una importante brecha en la calidad educativa y el desempeño de los estudiantes según su condición socioeconómica. El problema empeora cuando hablamos de las barreras de incorporación a las universidades. Las matrículas representan dos tercios de los ingresos de una familia promedio.
El problema no se limita a una cuestión presupuestaria
Al igual que los organismos del sistema educativo inferiores, las universidades reciben subsidios de parte del estado. Es aquí, que las marcadas diferencias a nivel secundario marcan un quiebre. Como los beneficios estatales son captados por los establecimientos que registren mayores puntajes, estas utilizan exámenes de ingreso muy exigentes. Los alumnos con mejores calificaciones, los cuales suelen provenir de familias que pudieron pagar por el privilegio de una buena educación, son quienes finalmente pasan la prueba.
Incluso las entidades que resultan más accesibles, no dejan de ser privadas, por lo que se rigen en función de una lógica de maximización de utilidades, lo que implica matricular más alumnos y reducir los costos. Los pocos afortunados de ingresos medios y bajos que pueden alcanzar estudios superiores, entran en instituciones masivas, con poca infraestructura, poco personal, poca calidad, poco prestigio. Todo esto hace que les sea más difícil competir por un puesto de trabajo, con lo que las desigualdades se reproducen y espiralizan.
Los pocos afortunados de ingresos medios y bajos que pueden alcanzar estudios superiores, entran en instituciones masivas, con poca infraestructura, poco personal, poca calidad, poco prestigio.
La educación superior de calidad no solo es el principal medio de ascenso social, también es imprescindible para que un país se desarrolle. En particular, en un mundo donde cada vez se requiere de más mano de obra calificada, por lo que la misma no puede ser un privilegio exclusivo.
El camino iniciado con la reforma constitucional, que no se concretará al menos hasta el 2022, es, tal vez, la parte sencilla. Lo difícil será romper con la inercia producida por la conjunción de intereses empresariales en torno a la educación, la salud, las pensiones y demás servicios. También las costumbres y criterios elitistas que se gestaron durante décadas. Este es el desafío para el pueblo y la clase política chilena.
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