Luis Armando Espinoza era un trabajador rural de 31 años que vivía en Tucumán junto a su familia: su pareja y seis hijos. Era de Rodeo Grande, localidad perteneciente al distrito de Simoca.
El 15 de mayo salió de su casa para realizar un trámite y desapareció. Iba en su caballo junto a su hermano cuando ocho policías de la comisaría de Monteagudo, en el marco de un operativo por el aislamiento social obligatorio, los detuvieron acusando que estaban rompiendo la cuarentena. Los agentes de la policía se dirigían a detener una carrera ilegal que iba a contar con cerca de 200 espectadores. Según informaron testigos, llegaron a los tiros, en autos particulares y sin uniformes reglamentarios. Nadie resultó herido.
A pocos metros del lugar, uno de los hermanos de Luis volvía en su caballo de cobrar una pensión. Los policías lo hicieron bajar, lo golpearon y lo esposaron. Luis, que venía detrás, les pidió que paren de golpear a su hermano. Los agentes decidieron dejar a Juan Antonio y fueron a buscarlo. El último recuerdo con vida que tuvo su hermano. Escuchó un disparo, se desmayó y cuando despertó: había un charco de sangre, pero ningún rastro de Luis.
Lorena Espinoza, hermana de ambos, en una entrevista para el diario local La Gaceta de Tucumán, dijo: «A Juan lo esposaron y lo tuvieron ahí tirado. Mientras le pegaban, él pudo ver que a Luis lo llevaron hasta el interior de un monte. No pudo ver nada, sólo escuchó unos disparos«.
Después comenzó la desesperación. Su hermano dio aviso a su familia y comenzó la búsqueda. Estuvo desaparecido hasta el 22 de junio cuando encontraron su cuerpo a 150 metros de profundidad en Catamarca, al límite de Tucumán. Lo encontró otro de sus hermanos, Manuel, en una bolsa, con un tiro y marcas de mordeduras de animales.
Gladys Herrera, su madre, dijo «hay quienes dicen que los policías, cuando regresaron del operativo y cargaron en uno de sus vehículos el cuerpo de mi hijo, llegaron al mismo lugar en donde estuvieron bebiendo, pero la gente no se anima a testimoniar por miedo, creen que les puede pasar lo mismo que a mi hijo«.
Las pericias
En la autopsia del cuerpo se encontró una bala de una pistola 9 mm en el omóplato izquierdo. El Equipo Científico de Investigaciones Fiscales del Ministerio Público Fiscal determinó que el arma era una Jericho 9mm que correspondía al oficial José Morales.
La bala le perforó el pulmón y lesionó la zona intercostal. Según Cinthia Campos, abogada de la querella, en diálogo con Cenital: «Creemos que falleció en el lugar y que, una vez que lo advirtieron, lo llevaron a la comisaría de Monteagudo en el auto del comisario. Ahí lo habrían desvestido y sacado el calzado. Lo envolvieron con una colcha de lana de color gris y lo sujetaron con una bolsa tipo nylon o de plástico, como las que se usan en los silos para guardar granos. Utilizaron unas piolas, unas sogas, lo envolvieron y lo pusieron en el baúl del auto del comisario. Todo eso con los 120 kilos que pesaba”.
Por el crimen detuvieron al subcomisario Rubén Montenegro; los sargentos René Ardiles y Víctor Salinas; los cabos Claudio Zelaya, José Paz y Miriam González; el agente Esteban Rojas González; el auxiliar José Morales; otro policía con apellido Romano; Héctor Villavicencio, “Villa”, el vigía de la comuna; y el primo de uno de los oficiales.
La causa está en manos de la fiscal Mónica García de Targa, titular de la Fiscalía de Instrucción Penal I del Centro Judicial de Monteros.
La violencia institucional atraviesa fronteras. No es necesario mirar al norte y rasgarnos la ropa por la violencia racista y xenófoba en Estados Unidos. La violencia policial es una práctica que atraviesa los sectores más vulnerables, a los sectores más invisibilizados y ocurre, ocurre tanto como en otras partes. Como también ocurren las exigencias de mano dura y la criminalización de los barrios populares.
¿Y si dejamos de fingir consciencia social?