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De ídolos a santos populares

En Argentina existen varios santos populares que son venerados por cientos de personas. Compartimos tres historias reconocidas en nuestro país.

Los santos populares son aquellas personas que fueron santificadas por el pueblo, en cuyo proceso de santificación no intervino la iglesia católica como institución.

El investigador Félix Coluccio considera que «la religiosidad popular, no siempre respetuosa de la ortodoxia romana, suele canonizar de hecho a personas reales e incluso imaginarias, a las que la tradición oral adjudica la realización de verdaderos milagros».

En general, las visitas a estos santos son solitarias y se dan en santuarios o en los cementerios donde se encuentren enterrados. Sin embargo, en fechas especiales, realizan peregrinaciones donde se reúnen cientos de personas para pedir y agradecer.

Los santos populares, a diferencia de los santificados por la Iglesia católica, eran personas comunes, con una vida sacrificada o murieron de forma violenta. Su historias son tales, que miles de creyentes se acerca a los lugares de peregrinación a rezar, encender velas, o dejar fotos o placas de agradecimiento. 

Se los invoca por varios motivos: curar enfermos, proteger a los viajeros, las cosechas o el ganado, conseguir trabajo y varias cosas más.

Hoy les traemos 3 historias de santos populares argentinos que son venerados y amados por cientos de personas.

Gilda

Santos popularesMiriam Bianchi, reconocida como Gilda, nació en el barrio de Villa Devoto, en la ciudad de Buenos Aires. Aunque primero se dedicó a ser maestra jardinera, fue un amigo de la infancia quien le mostró el mundo que la enamoró: el de la música.

Así empezó a componer y a formar su banda de música tropical. Cambió el guardapolvo y las aulas por los escenarios. Comenzó a grabar discos como “De Corazón a Corazón”, “La Única” y “Pasito a pasito”, que fueron consolidando su carrera. Si consagración llegó en 1995 con el lanzamiento de «Corazón valiente».

Y mientras crecía su fama como artista, surgía su fama como sanadora. Sus seguidores, que hicieron correr la voz, aseguraban que tenía el don de curar y bendecir. Varios dicen que los curó, que curó algún familiar enfermo o que les concedió deseos. Era una santa popular incluso antes de su muerte.

El trágico día llegó el 7 de septiembre de 1996, en el kilómetro 129 de la ruta 12 camino a Concordia, provincia de Entre Ríos.

Un camión chocó con el ómnibus en el que viajaba Gilda con sus hijos Mariel (10) y Fabricio (8); su madre; el manager de la banda, Toro Giménez; y tres músicos de la banda. Solo sobrevivieron Giménez y Fabricio.

Con el correr de los días el micro que quedó destrozado al costado de la ruta se convirtió en un santuario. Se llenó de flores, cruces, y fotos.

Cientos de personas se movilizan especialmente el 7 de septiembre para conmemorar a la «Gilda de los milagros». Con música y oraciones se le pide y agradece a la cantante por los milagros concedidos.


Gauchito Gil

Existen muchas versiones sobre su vida, su muerte y sus milagros. Hoy elegimos la más difundida.

Antonio Plutarco Cruz Mamerto Gil Núñez nació en Pay Ubre cerca de Mercedes, Corrientes, alrededor de 1840. No se sabe con certeza el año de su muerte, pero sí que fue un 8 de enero a unos 8 kilómetros de la ciudad.

El Gauchito Gil, como lo llama la cultura popular, fue un peón rural que sufrió el horror de pelear en la «Guerra de la Triple Alianza». En 1870, cuando la guerra terminó, fue reclutado para luchar contra los federales.

Según cuenta la leyenda, el dios guaraní Ñandeyara, se le apareció en los sueños y le dijo: “no quieras derramar sangre de tus semejantes”. Así, el Gauchito no lo dudó y desertó del Ejército. Este acto, sumado a su decisión de conquistar a la pareja de un comisario y la protección que le brindaba a los más humildes fueron su sentencia de muerte.

Cuando el Gauchito huyó, el pueblo que tanto cariño le tenía por sus actos lo protegió, lo alimentó y lo cuidó hasta que lo capturaron.

La leyenda cuenta que fue mientras dormía una siesta junto con dos amigos. Ambos fueron asesinados al instante, pero él se salvo porque las balas rebotaron en un amuleto que colgaba de su cuello.

Aquel 8 de enero, quizás de 1874 o 1878, los soldados decidieron trasladarlo a la ciudad de Goya para ser juzgado. 8 kilómetros antes de Mercedes cambiaron los planes.

Los miembros de la tropa lo colgaron boca abajo en un árbol al borde del camino. Ninguno se animaba a matarlo hasta que el coronel Velázquez, contra su voluntad y siguiendo órdenes de un superior, lo degolló.

Los relatos cuentan que Gil le dijo a su verdugo: «no me mates, la orden de mi perdón está en camino». Pero el sargento no quiso hacer caso. Otra vez le habló y dijo: «cuando llegues a Mercedes, junto con la orden de mi perdón te van a informar que tu hijo se está muriendo. Invocame para que interceda ante Dios por la vida de tu hijo porque dicen que la sangre de un inocente sirve para hacer milagros».

Después de haber degollado a Gil al pie del árbol, Velázquez volvió a su casa y encontró a su hijo agonizando. Entonces recordó las palabras de Gil y arrepentido le construyó una cruz en madera de Ñandubay. La llevó caminando hasta el lugar donde lo había asesinado, enterró el cuerpo y le rezó al gauchito por la salud de su hijo quien sanó milagrosamente.

En el lugar de su ejecución, construyó un santuario. Ese lugar con el correr del tiempo se convirtió en un lugar de congregación donde cientos de personas van a pedir milagros y a agradecer. Sus fieles crecen cada día y la tradición dice que quien visita su altar por primera vez deja una cinta roja y se lleva otra “bendecida” por el santo a modo de protección.

Cada 8 de enero, miles de personas peregrinan hacia el santuario donde reina el color rojo. Además, las estampitas del gauchito se ven en todos los rincones del país, y en las rutas o caminos es muy habitual encontrar altares con cintas y velas rojas, donde viajeros y residentes hacen sus pedidos y agradecimientos.


La difunta correa

Al igual que el Gauchito Gil, no hay una única versión sobre su historia.

Una de las más conocidas sostiene que Deolinda Correa vivía junto con su marido Clemente Bustos y el hijo bebé de ambos en un humilde rancho cerca de Angaco, provincia de San Juan.

Allá por 1830, mientras se llevaban a cabo las guerras entre caudillos, las “montoneras” federales de Facundo Quiroga pasaron por su casa de camino hacia La Rioja y se llevaron a su marido, enrolándolo por la fuerza en su ejército. Al pasar los días Deolinda se enteró de que su marido había caído prisionero de los unitarios. Preocupada por él, salió a buscarlo junto con su hijo. Siguiendo las huellas del ejército comenzó a caminar por los desiertos de San Juan. Después de unos días se quedó sin agua, pero siguió caminando. En un momento, el cansancio, el clima y la falta de agua le quitaron las fuerzas. Así, calló en el suelo seco y murió.

No se sabe cuánto tiempo pasó desde su muerte hasta que unos campesinos que pasaban por el lugar fueron atraídos por el llanto de un niño. Al seguir el sonido, encontraron a Deolinda sin vida pero con su hijo vivo, amamantando todavía de sus pechos el alimento que le permitió sobrevivir.

Los hombres le dieron sepultura en el paraje de Vallecito y se llevaron al niño. Al llegar al pueblo, le contaron la historia a otros paisanos quienes al pasar por el lugar de la sepultura de Deolinda, le rezaron y le dejaron botellas con agua. Así comenzó a nacer la devoción a la “Difunta Correa”. Primero entre los pobladores del lugar, y luego entre los viajeros que llevan su estampita y le rezan como protección.

Se construyeron santuarios en varias rutas, que son fáciles de fáciles de identificar por la cantidad de botellas de agua que se depositan como ofrenda para que “nunca le falte agua”. Además, en Vallecito, se construyó un santuario, al que peregrinan miles de devotos todos los años.

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